Cada día tomo el metro. Llevo más de un año en Madrid, y aún no me he acostumbrado a su atmósfera. A diario pasamos millones de personas en las grandes ciudades por sus pasillos, trenes, escaleras... Se me hace como un paréntesis en la vida de cada uno. Como si nuestras historias fueran puestas en "pause". La gente en el metro parecemos zombis; nadie mira a nadie, nadie sonrie a nadie, nadie habla a nadie. Sólo los niños son capaces de romper las burbujas individuales tan invisibles como impenetrables.
Mi oración en el metro es tratar de imaginar cómo será la vida de las personas que van sentadas en frente mío. La señora que viene de impiar en una casa con las manos desgastadas, dando cabezadas sobre el chaval heavy con la música a todo trapo, que tiene cara de haber discutido con sus padres, mientras no deja de mirar a la chica que va a mi lado, que lleva una ropa adecuada para resaltar sus encantos y que no para de jugar con su móvil. Trato de pensar en sus ilusiones, sus sueños, sus esfuerzos y frustraciones. De cómo Dios hace en sus vidas, cómo se encarna en nosotros, nos acompaña, se alegra y llora.
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